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LISTA Y ARAGÓN ALBERTO [1775-1848]



A la Concepción de Nuestra Señora

Nunc facta est salus.
¿Cuál desusado canto, lira mía,
se agita entre tus cuerdas? ¿Vago acaso
de Helicón fabuloso en las praderas,
o el fuego inspirador al pecho envía
la deidad del Parnaso?
¡Ah! no el falaz ruido
oigo ya de las ondas lisonjeras:
no ya el laurel mentido,
que del Permeso halaga la corriente,
al sacro vate ceñirá la frente.

Tú diva madre, que en celeste trono
de eterno rosicler brillas gloriosa,
aurora del empíreo, tú me inflama:
tú del averno el enemigo encono
domaste victoriosa:
el triunfo esclarecido
concédeme cantar. La pura llama,
que al alumno querido
se desprendió de Patmos en la arena,
bañe mi labio en abundante vena.

Cantaré, oh diva; y el alegre canto
alegre oirá Sión: las trenzas de oro
sus bellas hijas ornarán de rosas;
y ya olvidadas del cautivo llanto,
tu nombre en dulce coro
ensalzarán al cielo:
el himno en sus cavernas sonorosas
repetirá el Carmelo;
y despedido de su cima umbría,
volará al golfo donde muere el día.

Libre del hierro infame alza la frente
el hijo de Abrahán, y ve rompido
el yugo del pesado cautiverio.
La soberbia señora de occidente,
que a sus plantas rendido
vio el orbe silencioso,
ya a más suave y celestial imperio
dobla el cuello orgulloso:
ya nace la salud: cantad, mortales:
cayó el antiguo solio de los males.

Y si tal vez de mi enlutada lira
voló lúgubre el son, cuando al humano
de Edén perdida lamenté la gloria
y el justo ardor de la divina ira;
hora de su tirano
cantaré salvo al hombre:
ciñe flores, y ensalza la victoria,
lira, y el sacro nombre,
que redobla el bramido y llora eterno
al rencoroso rey del hondo averno.

Al rey, que en medio el lago tenebroso
ya en cadenas de fuego gime atado
al trono adusto, que erigió el delito:
deshecha la corona, el cetro odioso
yace aparte arrojado:
los ásperos clamores
feroz repite el escuadrón precito:
¡ah! en vano: sus furores
oprime un mar de fuego denegrido,
y envuelve entre la llama el ronco aullido.

Su reina en tanto en el sagrado muro
corona el ángel, y al humilde suelo
desciende el himno dulce de alegría:
enajenado mira el rostro puro,
placer de tierra y cielo,
el serafín amante:
y canta en arpa de oro el bello día,
que el temido semblante,
en ira y ceño desde Edén velado,
mostró Jehová a los hombres aplacado.

¡Cántico eterno de virtud y gloria!
la gran naturaleza conmovida
señora de ambos orbes la apellide:
Jehová se goza en la inmortal victoria
de su esposa elegida:
el rostro soberano
blanda sonrisa entre el fulgor despide;
y de la augusta mano,
que siembra en las estrellas lumbre ardiente,
nace el dorado sol más refulgente.

¿A quién la inmensa fuerza, que atesora
tu brazo, revelaste? Esclava muere
de Adán la prole mísera y culpada:
culpada sí; mas tu clemencia implora.
Su humilde ruego hiere
los ejes diamantinos:
el rayo apartas de la diestra airada;
y los ojos divinos,
do en regalada luz la piedad mana,
vuelves benigno a la mansión humana.

Miras del hondo averno nube impura
ceñirla en torno: el humo ennegrecido,
que de tu solio la inaccesa lumbre
ya presumió eclipsar, tizna tu hechura
el querub forajido
desploma sobre el hombre
de su eternal furor la pesadumbre;
y en tu sagrado nombre,
que del labio mortal el crimen lanza,
si en ti no puede, ejerce su venganza.

De vil metal cabe encendida pira
se erige ídolo vil; y el padre impío,
dando sus hijos a la llama ardiente,
dios lo adora. Ministro de tu ira,
el tirano sombrío
se ceba en sangre y lloro,
y lo aplaude su dios la insana gente:
brinda en copa de oro
el impuro placer funesta llama,
y la torpe Citera dios lo aclama.

Tú, prole de Jacob, sola tú lloras
la esclavitud común: flores engaza
a su dura cadena el mundo ciego:
feroz Luzbel las sienes vencedoras
del triste lauro enlaza,
que le ofrece el humano.
Lo mira el Dios excelso: en vivo fuego
arde contra el tirano
el rostro de Jehová: su voz tonante
estremece los muros de diamante.

«¿Y qué», dice, «la gente aborrecida
al mundo imperará? Del reino umbrío,
que destinó mi diestra vengadora
a ser de pena y de maldad guarida,
bástele el señorío.
¿Quién fijó al mar herviente
de arena el valladar? ¿Quién a la aurora
la senda refulgente,
cuando al nacer la luz del bello día,
el empíreo aclamó la gloria mía?»

«Arroje el cetro injusto: allá abatido
reine el querub, do en lumbre tenebrosa
cercado siempre el denegrido trono
le fue y el triste imperio concedido.
Cual sierpe venenosa,
allí ponzoña fiera
exhale libre su inmortal encono:
otro señor espera
del hombre la mansión: tú, alma alegría,
tú al orbe tornarás: nazca María.»

Dijo, y nace María: cual cercana
al claro sol la vespertina estrella,
brilla apacible entre su luz radiante,
tal parece del ángel soberana
la inocente doncella;
y por las gradas de oro
al seno de Jehová volando amante,
la ve el alado coro
inundar, en sus brazos reclinada,
de grato ardor la celestial morada.

Y «¿quién es esta?» cantan: «semejante
no se vio en el empíreo: su hermosura
los relucientes cielos enamora:
alba purpúrea, más que el sol brillante,
más que la luna pura.
¿Cuál, gloriosa guerrera,
alza feliz la frente triunfadora?
vence, oh diva.» La esfera
«triunfa, vence,» resuena alborozada:
«gloria, honor a Jehová: triunfo a su amada!»

«Triunfa, sí:» dice el Padre soberano,
con la voz grata que los orbes mueve:
«humana, mas no esclava, la corona
de cielo y mundo te ciñó mi mano.
Ve, y al monstruo conmueve
de la usurpada silla:
no temas del veneno, que inficiona
la tierra, vil mancilla.
Triunfa, oh pura, del hórrido enemigo
el poder de mi diestra va contigo.»

Habló Dios, y del gremio sacrosanto
vuela la Virgen por el cielo abierto.
La luz divina, que en sus ojos mora,
rayos lanza al monarca del quebranto.
Así del corvo puerto
rompe nave guerrera
de los salados mares domadora;
cortando velera
el vasto golfo en argentada raya,
lleva el terror a la enemiga playa.

De celestiales huestes rodeada
desciende del empíreo, y la ancha esfera
con espléndido albor risueña dora:
del radiante cenit la cumbre alzada
riega por su carrera
encendidos rubíes;
y vertiendo el palacio de la aurora
sus rosas y alelíes,
desde el Can a la helada Cinosura
vuelan aromas de eternal dulzura.

Se aparta el sol de su encendido cielo,
y orlando a la alma Virgen, ledo brilla
en rededor sus luces derramadas.
Plega la luna el argentado velo,
y a sus plantas humilla
las pálidas centellas,
y del sereno polo desgajadas
las lumbrosas estrellas,
tejen sobre el cabello reluciente
áurea corona a la nevada frente.

Toca ya el leve viento, y dilatado
bajo la hermosa planta se enardece.
Como tal vez en noche tempestosa,
si noto de la Libia desatado
los astros oscurece,
por entre el negro velo
rompe súbito el alba: ríe gozosa
la faz del mustio suelo;
y el euro matinal, regando albores,
pinta los campos de argentadas flores:

Calla el silboso viento, herida vaga
del puro rayo la tiniebla fría,
y do la Sirte entre las ondas sube,
busca deshecha la nativa plaga:
así al brillar María,
después de Edén al mundo
primer risa halagó. La impura nube
que le ciñó el profundo,
brama, en cárdena luz su seno anega,
y sobre el patrio averno se replega.

Ve el querub de su imperio el fin cercano,
y mayor ira exhala: el aire embiste
con grito horrendo la tartárea gente.
¡Ay de la tierra! asciende su tirano:
y con gemido triste
retiembla pavorosa:
¡ay de la mar! sobre su faz ardiente
se agita estrepitosa
la tempestad; y horrísona rugiendo,
responde ronca al avernal estruendo.

Ya la funesta puerta se estremece,
y estalla fragorosa: entre humo y trueno
dragón sañudo, por la dura escama
vertiendo sangre y roja luz, parece:
preñados de veneno
siete cuellos enhiesta:
arde ceñida de insaciable llama
cada ominosa cresta;
y de diez negras astas coronado,
aterra al hombre atónito y postrado.

Rompe del negro lago: contra el cielo,
vibra el monstruo feroz la cola ardiente;
y en pos teñidas de horrorosa lumbre
estrellas mil y mil arroja al suelo.
Así rugiendo herviente
incendio proceloso,
rompe del Etna la abrasada cumbre,
y entre el humo nubloso
globos de fuego pálido desgaja,
y de ardido alquitrán los mares cuaja.

Ya por los vientos sublimado anhela,
entreabiertas las fauces devorantes,
buscando presa y lid: cual ominoso
cometa rojo en el espacio vuela.
Con ojos llameantes
la pura Virgen mira:
y contra el bello rostro, que amoroso
placer celeste inspira,
vierte negro caudal, clamando guerra,
de la ponzoña que infestó la tierra.

Mas ¡oh! primero nube congelada
bajo el cerco lunar la faz radiante
manchara al sol, o en pos la noche fría
corriera de la aurora nacarada,
que el virginal semblante,
dulce esplendor del cielo,
sintiese de Luzbel la nota impía:
cae sin fuerza al suelo
la lava infausta, y por abierta cueva
al orco patrio su veneno lleva.

Miguel en tanto armado resplandece
contra el monstruo, cual súbito en el viento
de ennegrecida nube brota el rayo.
«Hijos de Dios,» exclama, (y se estremece
el tartáreo cimiento)
«a guerra y triunfo: el querube
ya fue de nuestras iras triste ensayo:
hora atrevido sube
y lid al cielo mueve: lid le demos:
los triunfos del empíreo renovemos.»

Dijo, y no así del bronce desatada
densa nube de balas, ruina y muerte
lleva al muro enemigo, cual clamando
victoria al gran Jehová, la hueste alada
sigue al caudillo fuerte.
Sus furiosas legiones
mueve el orco, en sus peñas tremolando
los negros pabellones.
Corre los aires pavorosa llama:
gime alterado el mar y el polo brama.

Vibra Miguel la fulgurante lanza,
y grita en voz de trueno: «siente, impío,
siente mi brazo domador: su rayo
le confió Jehová, Dios de venganza.»
Hiere; y cual vuela umbrío
ante aquilón silboso
el nublado polar, en vil desmayo,
rugiendo silencioso
huye el monstruo a exhalar la acerba pena
del mar remoto en la desierta arena.

«Salud, felicidad,» clama natura
en uno y otro mar. El bóreas frío,
al descender de la invernal montaña,
que en hielo eterno riega Cinosura,
callado el soplo impío
canta blandos amores:
«amor» resuena la feliz campaña,
donde en lecho de flores
nace cándida el alba, y ante el día
las dulces auras de su seno envía.

Todo es placer: entre rosada lumbre
alegre primavera vierte al mundo
el Aries rojo del cenit dorado;
y de Ararat la blanquecida cumbre
y el Éufrates profundo
huye el nubloso enero:
no ya asuela los campos encrespado
el istro o volga fiero;
mas tranquilas sus ondas lisonjeras
besan blando las plácidas riberas.

Himnos de honor y cantos de victoria
entona el almo coro: «fue arrojado
el antiguo dragón; triunfo a María
cantemos, y a Jehová la eterna gloria.
¡Cuál fuiste despeñado,
astro de la mañana,
del orbe juzgador! Tu fuerza impía
voló cual niebla vana:
ya es reino nuestro el usurpado mundo:
arda en ira y furores el profundo.»

«¿Quién como tú, Jehová? tu nombre augusto
¿qué nombre igualará? Dijo el querube:
en alas de aquilón al escondido
solio me ensalzaré, do reina injusto.
Venid, la oscura nube,
que lo oculta, rompamos:
y a par de Dios con mando dividido
el empíreo rijamos.
Tú, Sabaot, hablaste, y no parecen,
y al tártaro lanzados enmudecen.»

«¡El impío! los coros celestiales
rebeló: de la tierra fraudulento
destronó la inocencia. Se arrojaron
al mundo entonces los avernos males.
Hora el bando sangriento
devorar preparaban
la esposa de Jehová. Se disiparon:
no parece do estaban:
júbilo y gozo al ángel: paz al suelo:
confesión de salud al rey del cielo.»

Así en alegres cánticos resuena
el coro celestial: habla María:
pendiente el ángel de su voz suave,
calla y la mira. El firmamento enfrena
su escondida armonía.
El curso presuroso,
en el viento librada, para el ave:
y al mundo ya dichoso
en su amable beldad, noble y sencilla
la inocencia de Edén más pura brilla.

Y dice: «huyó el tirano: alzad la frente,
hijos de bendición: prole escogida,
el largo lloro enjuga: a ti glorioso
el rey vendrá de la futura gente.
Por cuanto el sol despida
los rayos voladores,
dominará con cetro poderoso.
Los últimos furores
no temáis del querub. Dios ha vencido:
preparad los caminos a su Ungido.»

«Descenderá de la inaccesa cumbre,
do con glorioso pie huella la esfera
el que del mundo las maldades lava.
Nace, esperado sol: ya de tu lumbre
brilla el alba primera:
al Todopoderoso
plugo elevar a tanto honor su esclava:
yo del amor hermoso
madre elegida soy: cantad, vivientes:
él de mi seno nacerá a las gentes.»

«El nombre del cordero sin mancilla,
naciones, celebrad. Manso cordero,
tú, de las huestes pérfidas estrago,
eres león de Israël: tú lo acaudilla.
Fulmina: el monstruo fiero
a tus plantas rendido,
la opresa grey desatarás del lago;
en tu sangre teñido,
sangre, que sella el testamento eterno,
romperás los candados del averno».

Dice; y cual corren encendidas lumbres,
que exhaló al aire el sosegado cielo,
y en los montes se pierden a deshora,
vuela a ocultarse en las desiertas cumbres,
que tu florido suelo,
Palestina, rodean:
do al Dios inmenso, que Salen adora,
mil víctimas humean;
y olor de suavidad en densa nube
de puro incienso ante su trono sube.


La Natividad de Nuestra Señora

Cuando amanece al angustiado mundo
la sacrosanta Virgen,
de la mancha primera preservada,
detiene absorta la celeste esfera
su raudo movimiento,
y retiembla de gozo el firmamento.

Júbilo nuevo en las etéreas cumbres
el angélico bando
siente añadirse a su placer eterno:
Jehová depone el rayo vengativo;
y la inocencia amada
brilla otra vez del hombre en la morada.

Entonces Uriel, a quien fue dado
el gobierno del día,
y en el ardiente sol fijó su trono,
esparciendo su voz por cuanto alumbra
el flamígero vuelo,
así cantó el placer de tierra y cielo:

«¿Cuál es esta, que sube vencedora
del seno de la nada
a ilustrar las mansiones de la vida?
La plateada luna no es más bella
entre el coro estrellado,
ni el sol más puro en el cenit rosado.»

«¡Cómo nuevo verdor y vida nueva
recobran las montañas,
do a ser delicia de la tierra nace!
Júbilo, Nazaret: salud, Carmelo:
de Jericó la rosa
ya florece en tu suelo más hermosa.»

«¡Cuánto pavor infunde su semblante,
del ángel dulce encanto,
a la hueste infernal de las tinieblas!
¿Oís, oís cuál brama enfurecido
el orgulloso bando?
¿cuál sus puertas se cierran rastrallando?»

«No más terrible intrépida falange
al débil enemigo
marcha para el combate y la victoria.
Triunfa, hermosa mujer: el Dios potente
su rayo te confía,
y su terror ante tu faz envía.»

«¿Quién cómo tú, gran Dios? Ángeles puros,
altas inteligencias,
bendecid su piedad. ¿No veis cuál mira
la triste tierra con benignos ojos?
¿no veis ya disipado
el ceño, que ocultó su rostro airado?»

«Himno de triunfo al Verbo, al Amor santo
bendición sempiterna.
Mortales, respirad, que ya fenece
el largo cautiverio: el sol divino
ya seguirá a la aurora,
cuyo esplendor vuestras mansiones dora.»

«Ángeles ensalzadla. Del Dios sumo
hija madre y esposa
y reina vuestra es. ¡Dichoso el día
que nace para el bien de los mortales!
a su belleza y gloria
himnos de amor cantad y de victoria.»

Dijo Uriel, y con el cetro de oro
señala en la alta esfera
el instante feliz. Cánticos nuevos
las empíreas regiones enamoran;
y a su hermosa criatura
ledo sonríe el Padre de la altura.






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